El discurso de la ontología del lenguaje no sólo busca generar una nueva interpretación del fenómeno humano, sino también nos propone un conjunto de valores a partir de los cuales sustentar el sentido de nuestra existencia y enmarcar nuestra convivencia con los demás. Se trata, por lo tanto, de una propuesta que incursiona en el campo axiológico.
La estructura valórica básica que propone la ontología del lenguaje se organiza en torno a seis ejes valóricos o, lo que es equivalente, a seis ejes ético-emocionales. Ellos se organizan en dos conjuntos constituidos de tres ejes cada uno. Examinaremos por separado cada uno de estos conjuntos.
El primer conjunto lo llamamos el triángulo del valor y podríamos denominarlo también el triángulo del amor. Como veremos, los tres ejes que lo integran se relacionan indirectamente con los tres ejes conversacionales que sugiere Buber.
El primer eje de este conjunto se refiere a la manera como le otorgamos o restamos valor a los demás. Es un eje que oscila entre el respeto y la invalidación o la descalificación del otro, de un otro que entendemos siempre diferente de nosotros. En este eje la ontología del lenguaje afirma el valor del respeto.
El segundo eje de este primer conjunto apunta a la forma como nos otorgamos o restamos valor a nosotros mismos. Se trata de un eje que oscila entre la dignidad y la falta de autoestima y, por lo tanto, la desvalorización personal. En este segundo eje la ontología del lenguaje afirma el valor de la dignidad personal.
Por último, el tercer eje se refiere a los desafíos de transformación (incluidos los del aprendizaje) que encaramos en la vida y que nos conduce a trascenderla. Este tercer eje oscila entre la humildad y la arrogancia. Nuestra propuesta afirma el valor de la humildad.
Todo ello configura una primera trilogía de valores: el respeto hacia los demás, la afirmación de la dignidad personal y la humildad frente a los desafíos de la transformación.
El segundo conjunto está nuevamente conformado por tres ejes, pero esta vez apuntan a la estructura de la temporalidad. Vivimos en el presente. Sin embargo, los seres humanos traemos a nuestro presente las experiencias del pasado y proyectamos desde el presente nuestras expectativas con respecto al futuro. Ello implica que en nuestro presente cohabitan tres tiempos: pasado, presente y futuro. La forma como nos relacionamos con estos tres tiempos juega un rol determinante en nuestra existencia y en el sentido que seamos capaces de conferirle a nuestras vidas.
El primer eje de este segundo conjunto se refiere a la manera como nos relacionamos con el pasado. Este eje oscila entre la aceptación y la paz, por un lado, y el resentimiento, por el otro. Nuestra propuesta afirma el valor de la aceptación y la paz, independientemente de los hechos que hayan marcado nuestro pasado. Los seres humanos no podemos modificar los hechos del pasado pero sí podemos interpretarlos de manera diferente y relacionarnos con ellos desde emociones distintas. No importa lo que nos haya ocurrido, propiciamos mirar el pasado desde la disposición del amor fati (amor al destino) de la que hablara Nietzsche.
El segundo eje de este conjunto se dirige al futuro y oscila entre la ambición, que busca el mejor aprovechamiento del tiempo por venir, y la resignación, que nos sume en la impotencia y devalúa nuestra capacidad de acción. Ésta es una propuesta que afirma el valor de la ambición. Defender el valor de la ambición equivale a comprometernos con la voluntad de poder, con el incremento de nuestra capacidad de acción. Como puede apreciarse, no se trata de un “poder sobre”, que se imponga sobre otros, sino de un “poder para”, que se opone a la impotencia en la que frecuentemente caemos.
Por último, el tercer eje se refiere al presente. Es un eje que oscila entre la confianza y el miedo. Aunque estamos conscientes de que no es conveniente prescindir de cierta capacidad de activar el miedo, pues ella nos ayuda y nos alerta frente a las amenazas que pueden comprometer nuestra existencia, nuestra propuesta afirma el valor de la confianza que nos permite asumir riesgos y adentrarnos en territorios inexplorados. En síntesis, el discurso de la ontología del lenguaje se compromete valóricamente con la aceptación del pasado, la ambición frente al futuro y la confianza en el presente.
Como puede apreciarse, la estructura valórica antes expuesta mantiene marcadas diferencias con algunas corrientes de la cultura occidental tradicional y, muy particularmente, con los valores proclamados tradicionalmente por el catolicismo. Hay dos puntos importantes de diferenciación con éste. Para el catolicismo -especialmente para su vertiente hispánica- la resignación es un valor y la ambición es un vicio pecaminoso. En relación a la resignación parte del problema es semántico. Cuando el católico defiende la resignación muchas veces está recomendando la aceptación. No siempre es así, pero cuando tal es el caso nuestra diferencia con el catolicismo es sólo formal.
No sucede lo mismo con la ambición, la que suele ser utilizada desde el catolicismo como criterio de descalificación. Ser ambicioso está mal. Detrás de esa acusación suele esconderse la idea de que poco o nada cabe esperar de esta vida, del “valle de lágrimas” que es este mundo, salvo hacer los méritos suficientes para merecer la vida del más allá. Ésta es una disposición que nosotros cuestionamos. Desde nuestra perspectiva, estamos en esta vida para lograr de ella los más altos resultados. El valor de la ambición expresa este predicamento. A partir de la Reforma, el protestantismo que impera, por ejemplo, en las sociedades anglosajonas, nos muestra la importancia de revalorar la ambición y su expresión en el emprendimiento.
Una vez completados los dos conjuntos de tres ejes ético-emocionales, podemos agruparlos en el siguiente cuadro sintético:
Luego de todo lo anterior, podemos finalmente abordar el tema de la ética en la práctica del coaching ontológico. Como lo hemos dicho, el coaching ontológico es una práctica que deriva del discurso de la ontología del lenguaje. Antes de relacionarse con el coaching ontológico, ese discurso ha establecido importantes compromisos éticos que, al momento de diseñarse la práctica, ésta no puede sino hacer suyos. Por lo tanto, todo lo que hemos planteado representa un marco ético preliminar que sostiene la práctica del coaching ontológico.
Sin embargo, lo anterior no agota cuanto requiere decirse en torno a la relación entre la ética y el coaching ontológico. Hay determinados aspectos éticos que, aunque coherentes con lo ya expresado, son propios de la misma práctica. Se trata, en algunos casos, de especificaciones de principios ya expuestos, pero también de aspectos que se deducen directamente de la propia práctica. Sobre ambos nos interesa pronunciarnos a continuación.
Refirámonos brevemente al carácter de la práctica del coaching ontológico. ¿En qué consiste? ¿Qué busca? Son preguntas que podemos responder de muy distintas maneras.
Lo primero a destacar es que se trata de una práctica de aprendizaje. Ésta precisamente reconoce una dificultad de aprendizaje que el individuo en cuestión siente que no puede encarar satisfactoriamente y por sí mismo y, por lo tanto, pide ayuda. No se trata de una práctica terapéutica, si por ello entendemos que la persona involucrada adolece de alguna patología. Estamos conscientes de que no toda terapia presupone un cuadro patológico y, en tal caso, esta diferencia se diluye. Lo importante es afirmar que la persona que solicita coaching no está enferma. Está perfectamente sana. Acude al coach ontológico por cuanto siente que enfrenta una situación que limita su existencia y no sabe cómo resolverla. Se trata de una persona que se reconoce incompetente para encarar la situación que la afecta y para superar las limitaciones que se le imponen.
Tampoco se trata de una práctica instructiva. Esta generalmente se realiza cuando se ha predefinido el camino de aprendizaje que la persona involucrada debe realizar. Antes siquiera de que tal persona aparezca, existen determinados contenidos pedagógicos y sus respectivas formas de enseñanza que definirán lo que hará el instructor. En el coaching ontológico la situación a abordar la establece el coachee, no está predefinida, y el camino que luego siga la interacción es un camino cuya dirección se define a partir de una activa participación del propio coachee. Se trata de una dirección siempre negociada entre el coach y su coachee. El coachee, por lo tanto, es un elemento activo de la interacción del coaching.
De igual manera, no se trata de una práctica de asesoría en la que el coach coloca al servicio de la persona que atiende sus conocimientos y experiencias previas y, de alguna forma, se hace cargo por sí mismo de resolver el problema que el coachee le plantea. En la práctica de coaching el coach no da consejos, no sugiere cómo, según su parecer, la situación debe ser interpretada o cómo hay que intervenir en ella. Ello no evita que el coach plantee opciones, sugiera posibilidades. Pero es siempre el coachee quien tiene la autoridad de tomar o desechar lo que el coach le propone.
Además de las situaciones antes descritas, hay muchas otras prácticas que poco o nada tienen que ver con el coaching ontológico. No es un tipo de práctica confesional, como la que mantenemos con un sacerdote, o de desahogo o catarsis, como la que realizamos con un amigo. Es estrictamente una práctica de aprendizaje que tiene un rasgo particular: está abierta a la posibilidad de una transformación profunda que es vivida por el coachee -y muchas veces reconocida por los demás- como un cambio significativo del tipo de ser que era previamente. Es en este sentido que la identificamos como un “aprendizaje transformacional”. Involucra un desplazamiento “ontológico”, una transformación del ser que éramos.
Hemos sostenido que la interpretación del ser humano que proponemos se caracteriza, entre otros, por sustituir la prioridad conferida a la unidad en la visión tradicional, prioridad de raigambre metafísica, por la prioridad conferida a la multiplicidad. Para el programa metafísico el ser propio de todo ser humano es uno y único y, en tal sentido, diferente del ser de otro ser humano. Desde la ontología del lenguaje no tenemos problemas en aceptar que cada individuo es único, aunque existan corrientes transversales, componentes culturales, que lo cruzan tanto a él como a muchos otros. Todos pertenecemos a la historia. Sin embargo, no nos concebimos como unitarios, uniformes, homogéneos. Desde la ontología del lenguaje nos reconocemos como múltiples.
Éste es un elemento presente en la propuesta de Nietzsche. Nos parece necesario abundar en él, aunque ya lo hayamos hecho. El alma humana o, lo que es lo mismo, la forma de ser particular de cada ser humano, integra, según Nietzsche, múltiples elementos, muchos de los cuales están en contradicción entre sí, en constante contienda. A partir de ese fondo múltiple y contradictorio, el alma requiere establecer un determinado orden para estar en condiciones de encarar la existencia.
Ese orden se realiza mediante el ejercicio de la violencia sobre ese trasfondo caótico, violencia que impone el dominio de unos elementos sobre otros y, por lo tanto, se acomete a través de la subordinación, la exclusión, la represión, la negación de estos elementos subordinados. De ello surge una división del alma en dos partes. La primera, que Nietzsche identifica con la persona, y que representa aquel núcleo de elementos que devienen hegemónicos y que asumen el gobierno del alma; la segunda, que él bautiza con el nombre de sombra, que representa al conjunto de los elementos excluidos del gobierno del alma y subordinados a él de distintas maneras. Esta distinción propuesta por Nietzsche entre persona y sombra resultará determinante en el desarrollo posterior del psicoanálisis y, muy particularmente, en la psicología analítica desarrollada por Cari Gustav Jung.
Persona y sombra representan, por lo tanto, dos principios constitutivos del alma humana. Ambos son muy dinámicos -están sujetos a transformaciones en el curso de la existencia- y mantienen entre sí una relación de oposición, de confrontación. Lo importante a este respecto es que, según Nietzsche, somos mucho más que la persona que decimos ser. Somos también su sombra. Mientras la persona busca estructurarse, estableciendo una determinada estructura de coherencia, nuestra sombra sigue siendo caótica. En esta confrontación permanente entre nuestra persona y nuestra sombra, parte de su dinamismo se manifiesta en el hecho de que frecuentemente algunos aspectos que pertenecían previamente a nuestra sombra logran incorporarse y tener presencia en la persona. Así como hay veces que la persona que somos puede hacerse más estrecha y expulsar hacia la sombra algunos de los elementos que inicialmente la conformaban, hay también situaciones inversas en las que la base de la persona se ensancha a través de la incorporación de aspectos que estaban relegados a la sombra. En su dinamismo, hay transferencias de elementos entre estos dos principios constituyentes.
Es clave tomar en cuenta lo anterior para el argumento que vamos a presentar a continuación. Éste se refiere a un tema que hemos denominado la dialéctica del alma humana. Toda interacción de coaching arranca de lo que llamamos una declaración de quiebre o, dicho en lenguaje ordinario, la invocación, de parte del coachee, de un problema. Ése es su punto de partida. La razón de ser del coaching es ayudar al coachee a hacerse cargo de un problema frente al cual no sabe qué hacer. Sin un quiebre, sin un problema, el coaching no puede realizarse. Mientras el quiebre no esté declarado por el coachee, lo único que el coach puede hacer es ayudarlo y conducirlo a que lo declare y lo haga suyo. El coaching no puede realizarse frente a un problema que el coachee no reconoce y no hace suyo.
Es fundamental examinar lo que acontece cuando el coachee declara un quiebre o un problema. En ese momento, la persona que el coachee ha sido se escinde, se divide en dos, se ve afectada por una suerte de mitosis, como sucede en el acto de división de una célula. Cuando eso ocurre, nos señala Nietzsche, “devenimos dos”. Para un coach ontológico es clave percibir con claridad ese fenómeno pues él o ella requiere intervenir en él. Aclaremos lo que acabamos de señalar.
Desde una primera perspectiva, cabe reconocer que el problema que el coachee declara es expresión de la particular estructura de coherencia de la persona que hasta ese momento ha sido. Si esa estructura de coherencia hubiese sido diferente, muy posiblemente el coachee no hubiese encarado ese problema. El problema surge, repitámoslo, como expresión de su forma particular de ser y, muy particularmente, del tipo de persona que ha sido. Dada esa forma de ser, ese problema se ha suscitado.
Ahora bien, puesto que el coachee declara aquello como problema, al hacerlo introduce un elemento que subvierte esa forma de ser, esa estructura de coherencia que ha caracterizado el tipo de persona que hasta ahora ha sido y, por lo tanto, introduce un elemento que, por un lado, cuestiona esa misma estructura de coherencia y, por otro, anticipa la posibilidad de una estructura de coherencia diferente. El mismo individuo, al declarar que algo es para él un problema y que no lo puede resolver, se sitúa en un espacio de transición entre una forma de ser pasada y la posibilidad de una forma de ser distinta en el futuro. Reiterémoslo, tanto el problema declarado como la incapacidad de hacerse cargo de él son expresivos de una forma de ser que simultáneamente se cuestiona y se proyecta hacia una forma de ser diferente. El trabajo del coach ontológico consiste en colaborar con el coachee para que éste complete su transición y avance por la senda de su transformación.